La razón por la que nada puede separarme del amor de Cristo
Nunca cambiaría por nada mi relación con Jesús. ¿Por qué?
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.” Filipenses 3:12.
El testimonio de Pablo es el mismo que yo tengo en mi vida; nunca voy a darme por vencida; nunca voy a soltar mi armadura, ni tampoco voy a colgar mi espada o retirarme de la batalla. Me he decidido a que mientras esté aquí en la tierra voy a comprometerme a pelear esta batalla, que es contra el pecado en mi carne. Al final de mi vida quiero tener el mismo testimonio que Pablo tuvo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.” 2 Timoteo 4:7.
Pero, ¿por qué estoy tan convencida? ¿Qué me hace estar tan segura que todo el esfuerzo que hago es lo correcto y que no solo estoy viviendo de acuerdo a algo que me prometí a misma, o algo que simplemente escucho de los mayores en la iglesia? ¿Qué es lo que me motiva a renunciar a mi propia vida y mi propia voluntad cada día, a esa dolorosa separación de mi propia tendencia pecaminosa y deseos? ¿Por qué lo hago? ¿cómo sé si vale la pena?
Un verdadero poder justo a mi lado
Vale la pena porque sé que Dios es real. Jesús es real. Él no es solamente un sueño, una fantasía, o un concepto creado por personas insensatas que necesitan creer en una deidad más grande que los ellos.
No, Jesús es real; Él está vivo, Él vive y habla conmigo todos los días.
Él se ha convertido en mi más personal y cercano compañero. Sí, quizá suene extraño y difícil de creer, pero no tengo ninguna duda de que es verdad.
Jesús vive y me habla a través del Espíritu Santo (Hebreos 1:1-2). Este es el mismo espíritu humano y activo que conoce bien el camino a través de la carne de Jesús; y con este mismo espíritu Él venció al pecado. A través del Espíritu Santo, puedo tener el mismo poder, discernimiento, fuerza y sabiduría que necesito para tener victoria, así como Jesús la tuvo. Esto es algo formidable. Ir a la batalla sin Jesús a mi lado es como ir a la guerra sin poder ver ni escuchar; lo cual es imposible e improductivo.
Mi relación personal con Jesús
Jesús me habla en mi ser interior, en mi corazón. Puedo escucharlo fuerte y claramente; y no es un invento o un producto de mi imaginación.
“Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada con él.” Juan 14:23.
Jesús es alguien a quien puedo llevarle absolutamente todo, y esto es lo que quiero cada vez más. Hablo con Él antes de tomar decisiones, ya sean grandes o pequeñas; tan pequeña como qué decirle a un amigo, cómo debería pensar en ciertas situaciones o en qué debería utilizar mi tiempo libre.
Puedo hacerle preguntas directas, y Él responde con seguridad sin lugar a duda. Sus respuestas traen una profunda paz y reposo, y he aprendido a confiar en ellas. Es una conexión interior que sé que es mucho más profunda y que puede ser mucho mejor que aquello que hasta ahora he entendido y experimentado; una profunda y poderosa comunión que va más allá de las palabras.
A menudo, Él trae a mi mente cosas que podría haber hecho mejor y de las cuales no estaba consciente antes; cosas que no debería haber dicho en lo absoluto o que debería haber dicho de otra manera. Él me revela las sutiles y ocultas intenciones de mi corazón, y las trae a la luz (Romanos 7:18-23) Él me dice si estaba buscando honor de hombres aquí, si me ofendí un poco por allá, o si mis reacciones estuvieron basadas en mis pensamientos por juzgar a los demás. Sus exhortaciones y disciplina son correctas, y producen un doloroso arrepentimiento en mi corazón (Proverbios 3:11-12; Hebreos 12:11).
Él no solamente corrige, sino que también nos consuela. Él conoce mis pensamientos y mi actitud, pero también ve mi lamento y lo arrepentida que estoy cuando he caído. En esta posición humilde cuando pido por su perdón, entro en un contacto con su profunda y sincera compasión. Su intensa, infinita bondad y suave, tierna misericordia tiene el efecto de aplastarme en mi interior. Esto es lo que se siente, cuando el perdón y amor inmerecidos que he recibido de Jesús me abruman de tal manera que encienden un fuerte temor de Dios. Cuando veo cuan misericordioso y paciente es Jesús, a pesar de mi terquedad, me causa una tristeza que es según Dios y crea un verdadero odio contra el pecado que veo en mí. Me obliga a querer hacer las cosas mucho mejor, y a no caer otra vez; para así vivir digna del tremendo llamado que he recibido a través de Jesús, y la enorme deuda de gratitud y amor que le debo.
La única justa respuesta
Cuando me tomo tiempo para pensar en todo lo que Jesús y el Padre han hecho y cuán grande es el amor de Dios por darnos a su único Hijo, y al mismo tiempo cómo Jesús voluntariamente sufrió en los días de su carne por nosotros para que tuviéramos la oportunidad de ser salvos. Yo siento que es algo que no se puede pagar; ¡y lo mínimo que puedo hacer es vivir conforme a Su Palabra y andar de una manera que sea agradable a Él!
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.” 1 Juan 4:19. Cuando considero y reflexiono sobre mi propia dureza, imprudencia, insensibilidad y cómo mi naturaleza perfeccionista y controladora hace que otros tengan que soportarme; veo cuán limitado es mi amor en comparación al amor que mi Maestro ha derramado inmerecidamente por mí.
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” Mateo 5:7. El siervo que no perdonó a su hermano su deuda, a pesar de haber sido perdonado por el maestro de una deuda mucho más grande, fue tratado tal como merecía (Mateo 18:21-35). La única justa respuesta, por la cantidad de misericordia que he recibido de Jesús, es mostrar el mismo grado de misericordia con aquellos con los que trato. Entonces, no es justo continuar molestándome por pequeñas imperfecciones de los demás o por cosas que hayan hecho. (Mateo 6:12; Mateo 6:14-15).
“Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” Mateo 6:10. Es necesario tomar una fuerte lucha y negarme a mí misma, mi propia miseria, mi necedad y propia voluntad para que pueda hacer la voluntad de Dios, así como es hecha en el cielo. Si la voluntad de Dios se va a hacer en la tierra, Él necesita personas para llevarla a cabo. Esa es mi tarea, por eso nunca me daré por vencida aún cuando encuentre pecado en mi carne.
Este no es un testimonio para decir que todo es milagroso, perfecto y fácil. Pero de lo que puedo testificar es de lo que creo, en lo que tengo fe; de mi relación con Jesús, de mi amor recíproco con Él, por el cual oro, para que crezca cada vez más junto con los ojos alumbrados de mi corazón. Nunca me daré por vencida en esta lucha pues Él me ha mostrado su infinito amor, y quiero continuar en esta batalla para ser presentada pura y sin mancha cuando sea tiempo de encontrarme con Él.
“…Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.” Mateo 25:23.
Escritura tomada de la Versión Reina-Valera 1960 © Sociedades Bíblicas en América Latina, 1960. Renovado © Sociedades Bíblicas Unidas, 1988.